Para ti Rom

Your dying Heart by Adrian von Ziegler on Grooveshark

martes, 22 de noviembre de 2011

Gerión y Pirene (Una leyenda de Tartessos)


En aquel tiempo en el que las brumas del olvido cubren cualquier atisbo de luz, en la vieja península ibérica floreció un lejano reino, Tartessos, cuyas fronteras besaban sin pudor las costas de Africa. El reino de los dioses, al Oeste del mundo, abría entonces un balcón por el que contemplaban las ricas historias que sucedían en aquellas tierras. Una de ellas alcanzó tal fama que sus ecos llegan aún hasta hoy, y a la par, constituye la herencia más antigua de la mitología hispánica. Es la historia de Gerión, también llamado Gritón, el héroe de las tres cabezas.


Su abuela fue la gorgona Medusa, hija del Mar. Cuando Perseo le cortó la cabeza, de la sangre de Medusa nacieron Pegaso y Crisaor, que fue su padre. Gerión reunía en su persona la excelencia de la Trinidad: tres cabezas, tres mentes capaces de alcanzar las cotas más altas de la sabiduría. Bajo la tríada de las testuces, tres poderosos torsos armados cada uno con dos brazos como troncos de árbol lo hicieron invencible en la batalla. Además de su monstruosa figura, Gerión tenía también alas, pues los dioses habían pensado que tres cuerpos eran demasiado lastre para sólo dos piernas, y lo habían concebido alado cual ángel.



Apenas necesitaba otras fuerzas de infantería o caballería para vencer a sus enemigos. Desde el cielo, una sombra amenazante descendía de repente, arrasando a las hordas que huían despavoridas sólo con verlo. Era realmente temible: uno de los cuerpos portaba un arco y lanzaba dardos a tanta velocidad desde las alturas que antes de comenzar la lucha cuerpo a cuerpo ya había ensartado a un buen número de asombrados guerreros, que no esperaban tal tormenta de flechas.

Después, sin necesidad de posarse en el suelo, aprovechando la acometida del descenso como un halcón cazador, con otro de sus cuerpos, Gerión blandía una larguísima lanza, y era capaz de atravesar no uno, sino varios pechos enemigos. Pero cuando realmente aparecía asombroso su poder era en el combate con espada, pues eran seis afiladas hojas las que blandía al tiempo, tres espadas y tres dagas que sajaban a los oponentes sin que supieran por dónde caían los mandobles.



Muchos asesinos trataron de acabar con su vida a traición, pero nunca pudieron cogerlo desprevenido, siempre tenía una de sus cabezas despierta y alerta, mientras otra dormía y una tercera estudiaba. Por ello no es de extrañar que se convirtiera en uno de los reyes más poderosos de la tierra conocida. Su reino estuvo formado por las tres islas del delta del río Guadalquivir, y ocupaba la actual ciudad de Cádiz, en España. En él floreció la riqueza: abundaban el oro, las viñas y los olivos.

Su fama se extendió por el Mediterráneo y llegó hasta la Hélade, y uno de sus héroes, Heraklés, o Hércules, recibió la misión de robarle una de sus posesiones más valiosas: un rebaño de rojas vacas y bueyes maravillosos. Al cargo de la manada, Gerión había colocado a dos seres de confianza, un pastor y la perra llamada Aurora, que, como él, había nacido con tres cabezas, y, lógicamente, con las consiguientes fauces llenas de temibles caninos.






No se amedrentó Heraklés ante ellos, y combatió con fiereza, y los venció. Pero Gerión tuvo conocimiento de ello. Ciego por el ansia de venganza, se elevó por encima de las nubes, tratando de atisbar a Heraklés en su huída por la costa mediterránea. El griego se había ocultado bajo una encina, y la carrasca le dió cobijo, permitiéndole cargar en su temible arco una flecha envenenada con la sangre de la Hidra. Apuntó cuando la sombra de Gerión sobrevoló por encima de la copa del árbol bajo el que se ocultaba, y disparó con certera puntería.


El venabló entró hiriendo el costado izquierdo de uno de los torsos de Gerión, pero no se detuvo allí, y la punta envenenada fué perforando tejidos, ascendiendo por el segundo torso, atravesando su corazón, alcanzando el tercer cuerpo y saliendo por fin por el hombro derecho. Los rostros de Gerión se miraron entre sí, incrédulos, antes de precipitarse sus cuerpos como un torbellino de aves heridas, sobre una de las islas de su reino, y las tierras se tornaron rojas, y en ese lugar creció un drago que aún hoy se yergue en la ciudad de Cádiz. Pero del destino oscuro traído por Heraklés no terminó aquí, y el mal hado siguió sembrando desgracias por la antigua tierra de celtas e iberos.



La Tragedia de Pirene

 Heraklés continuó su camino, bordeando la costa hasta llegar a lo que hoy conocemos como los montes Pirineos, pero en aquél tiempo aún no existían. Borracho por la alegría del triunfo sobre Gerión, Heraklés aceptó la hospitalidad de un señor de aquellas tierras, llamado Bébrix. Bebió el potente licor de uvas que aquellas gentes destilaban, tradición que aún continúan en nuestros días, y el vino llenó su corazón de deseo, y cubrió su mente con las gasas de la alegría, y Heraklés no pudo evitar los accesos del amor hacia Pirene, una ninfa hija de Bébrix y una diosa de las aguas.


Se amaron en la noche tibia, bajo las constelaciones de plata aún innombradas en aquellos tiempos, pero cuando el sol irrumpió hilando el azul del mar con el del cielo, Heraklés olvidó sus palabras de enamorado, y siguió su camino, y Pirene lloró en silencio, y las uñas del engaño le desgarraron el corazón.

Cuentan las viejas leyendas que de aquella unión impetuosa nació tras sólo un día de gestación un terrible engendro de la naturaleza, una serpiente gigantesca que la propia Pirene convirtió en piedra antes de suicidarse, y la serpiente fue la cordillera que hoy llamamos Pirineos.

Pero otros ancianos sabios contaron otra historia. Dijeron que Pirene no pudo soportar el desplante de Heraklés, y se mató, incinerándose en vida, al igual que antes se había incendiado su corazón, y la columna de humo llegó hasta el cielo, ensombreciendo los pasos del héroe.


Cuando éste la vió, comprendió su error, y regresó sobre sus pasos, pero no llegó a tiempo de ser perdonado, y con aquellas enormes manos tantas veces manchadas de sangre, Heraklés levantó temblando de amor el cuerpo sin vida de Pirene, y lo depositó en el mismo lugar en el que habían sido amantes, y sobre ella arrojó una tras otra, enormes rocas, para construir un mausoleo que nunca pudiera ser olvidado, y construyó una cordillera de montañas inaccesibles, y las llamó Pirineos, en recuerdo de la bella ninfa ibérica que murió, orgullosa, por culpa del despecho de un héroe heleno.


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