Cronicas de la luna negra
Necesito esta charla. Dicen que el silencio es oro. Puede. No sé si vale tanto. En cualquier caso, tiene su precio. Hay que pagar por ello.
A ti te es más fácil, sí, no lo niegues. Al fin y al cabo, tú callas por elección propia, con tu silencio ofreces un sacrificio a tu diosa. No creo en Melitele, no creo tampoco en la existencia de otros dioses, pero valoro tu sacrificio, lo valoro y además respeto tus creencias. Porque tu sacrificio y ofrecimiento, el precio de tu silencio, hacen de ti una persona mejor, más valiosa. O al menos pueden llegar a hacerlo. Mi incredulidad no puede nada. Carece de poder alguno. ¿Preguntas que en qué creo entonces?
Creo en la espada.
Como ves, llevo dos. Todos los brujos llevan dos espadas. Algunos malintencionados afirman que la de plata es para los monstruos y la de acero para los seres humanos. Eso es falso, por supuesto. Hay monstruos a los que sólo se puede dominar con la espada de plata, pero los hay también para los que el acero es mortal. No, Iola, no todo el hierro, sólo aquél que procede de un meteorito. ¿Preguntas qué es un meteorito? Es una estrella fugaz. Seguro que has visto más de una vez una estrella fugaz, una breve y brillante estela en el firmamento nocturno. Al verla, pedirías seguro algún deseo, puede que para ti significara una prueba más de la existencia de los dioses. Para mí un meteorito es tan sólo un pedazo de metal que al caer se estrella contra la tierra. Un metal del que se puede hacer una espada.
Puedes, por supuesto que puedes, toma mi espada en la mano. ¿Ves qué ligera es? Incluso tú la levantas sin esfuerzo. ¡No! No toques la hoja, te cortarías. Está más afilada que una navaja de afeitar. Tiene que estarlo.
Sí, claro, me entreno a menudo. En cada minuto libre. No me puedo permitir el perder la forma. Por eso vine aquí, al rincón más escondido del parque del santuario, para moverme, para quemar con ejercicios este terrible, odioso entorpecimiento que me embarga, este frío que me rodea. Y aquí me has encontrado. Es gracioso, hace varios días que yo intento encontrarte. Te buscaba. Quería...
Necesito esta conversación, Iola. Sentémonos, charlemos un rato. Tú no me conoces en absoluto, Iola.
Me llamo Geralt. Geralt de... No. Sólo Geralt. Geralt de ningún lado. Soy brujo. Mi casa es Kaer Morhen, el Nido de los Brujos. De allí provengo. Es... Era una especie de plaza fuerte. No queda mucho de ella.
Kaer Morhen... Allí se producían seres tales como yo. Ya no se hace y en Kaer Morhen no vive nadie. Nadie excepto Vesemir. ¿Preguntas quién es Vesemir? Es mi padre. ¿Por qué me miras con esa cara? Todo el mundo tiene padre. El mío es Vesemir. ¿Y qué importa que no sea mi verdadero padre? Nunca conocí al verdadero, a mi madre tampoco. Ni siquiera sé si están vivos. Y, de hecho, tampoco me interesa demasiado.
Sí, Kaer Morhen... Allí sufrí la mutación habitual. La Prueba de las Hierbas, y luego lo normal. Hormonas, infusiones, infección de virus. Y de nuevo. Y luego otra vez. Hasta que se obtenga resultado. Al parecer soporté el Cambio muy bien, estuve poco tiempo enfermo. Me consideraron un crío extraordinariamente resistente y me eligieron para ciertos... experimentos más complicados. Eso fue peor. Mucho peor. Pero como ves, sobreviví. Fui el único superviviente de aquéllos que habían sido elegidos para los experimentos. Desde entonces tengo el pelo blanco. Completa desaparición de los pigmentos. Como se dice, efectos secundarios. Minucias. Casi no molesta.
Luego me enseñaron distintas habilidades. Bastante tiempo. Hasta que por fin llegó el día en que dejé Kaer Morhen y me puse en camino. Tenía ya entonces mi medallón, este mismo. La Señal de la Escuela del Lobo. Llevaba también dos espadas: de plata y de hierro. Además de las espadas llevaba conmigo convicciones, entusiasmo, motivación y... fe. Fe en que yo era necesario y útil. Porque el mundo, Iola, como que tenía que estar lleno de monstruos y de bestias, y mi obligación era defender a aquéllos a los que tales bestias amenazaban. Cuando me fui de Kaer Morhen soñaba con encontrar mi primer monstruo, no podía aguardar al momento en que me hallaría cara a cara frente a él. Y lo encontré.
Mi primer monstruo, Iola, era calvo y tenía unos dientes bastante feos y podridos. Me lo encontré en el camino real, donde, junto con otros compañeros monstruos, desertores de no sé qué ejército, había detenido un carro de campesinos y había sacado del carro a una muchacha, quizá de trece años, quizá menor. Los compañeros sujetaban al padre de la niña y el calvo le estaba rasgando el vestido y gritaba que ya iba siendo hora de que supiera lo que era un hombre de verdad. Me acerqué, bajé del caballo y le dije al calvo que a él también le había llegado la hora. Esto me pareció entonces extraordinariamente divertido. El calvo dejó a la mocosa y se echó sobre mí con una maza. Era muy lento, pero resistente. Tuve que golpearle dos veces para que cayera. No fueron tajos demasiado limpios, pero bastante, diría, espectaculares, tanto que los colegas del calvo salieron huyendo viendo lo que la espada de un brujo le podía hacer a un ser humano. ¿No te aburro, Iola?
Luego me enseñaron distintas habilidades. Bastante tiempo. Hasta que por fin llegó el día en que dejé Kaer Morhen y me puse en camino. Tenía ya entonces mi medallón, este mismo. La Señal de la Escuela del Lobo. Llevaba también dos espadas: de plata y de hierro. Además de las espadas llevaba conmigo convicciones, entusiasmo, motivación y... fe. Fe en que yo era necesario y útil. Porque el mundo, Iola, como que tenía que estar lleno de monstruos y de bestias, y mi obligación era defender a aquéllos a los que tales bestias amenazaban. Cuando me fui de Kaer Morhen soñaba con encontrar mi primer monstruo, no podía aguardar al momento en que me hallaría cara a cara frente a él. Y lo encontré.
Mi primer monstruo, Iola, era calvo y tenía unos dientes bastante feos y podridos. Me lo encontré en el camino real, donde, junto con otros compañeros monstruos, desertores de no sé qué ejército, había detenido un carro de campesinos y había sacado del carro a una muchacha, quizá de trece años, quizá menor. Los compañeros sujetaban al padre de la niña y el calvo le estaba rasgando el vestido y gritaba que ya iba siendo hora de que supiera lo que era un hombre de verdad. Me acerqué, bajé del caballo y le dije al calvo que a él también le había llegado la hora. Esto me pareció entonces extraordinariamente divertido. El calvo dejó a la mocosa y se echó sobre mí con una maza. Era muy lento, pero resistente. Tuve que golpearle dos veces para que cayera. No fueron tajos demasiado limpios, pero bastante, diría, espectaculares, tanto que los colegas del calvo salieron huyendo viendo lo que la espada de un brujo le podía hacer a un ser humano. ¿No te aburro, Iola?
Necesito hablar contigo, lo necesito de verdad.
¿Dónde me he quedado? Ajá, mi primera acción caballeresca. Ves, Iola, en Kaer Morhen me habían metido en la cabeza que no me mezclara en tales asuntos, que los evitara, que no jugara al caballero andante y que no ejerciera de guardián de las leyes. Me había puesto en camino no para hacer alarde, sino para realizar el trabajo que me fuera encargado por dinero. Y yo me había metido en ello como un tonto, sin haberme alejado ni siquiera cincuenta millas de las faldas de la montaña. ¿Sabes por qué lo hice? Quería que la muchacha anegara sus ojos en lágrimas de agradecimiento y me besara las manos a mí, su salvador, y que su padre me diera las gracias de rodillas. Y sin embargo el padre había salido corriendo junto con los desertores y la muchacha, sobre la que había caído la mayor parte de la sangre del calvo, se puso a vomitar y luego le dio un ataque de histeria, y cuando me acerqué a ella se desmayó de miedo. Desde entonces, muy pocas veces me he vuelto a entrometer en tales historias.
Hice mi tarea. Aprendí pronto cómo. Cabalgaba hasta los bardales de las aldeas, me detenía junto a las empalizadas de los pueblos y los huertos. Y esperaba. Si me escupían, insultaban y arrojaban piedras, me iba. Si en cambio alguien salía y me hacía un encargo, lo realizaba. Visitaba villas y castillos, buscaba proclamas clavadas en los postes de los cruces de caminos. Buscaba anuncios: «Se necesita brujo urgentemente». Y luego había, por lo general, algún dolmen, calabozo, necrópolis o ruina, alguna garganta cubierta de bosque o alguna gruta en las montañas llena de huesos y apestando a carroña. Y había algo que vivía sólo para matar. De hambre, por gusto, impulsada por alguna voluntad enferma o por cualquier otro motivo. Manticora, wywerno, nebulor, abejorro, girador, espanto, silvia, vampiro, ghul, graveir, lobisome, gigaskorpion, estrige, tragaldabas, kikimora, vipper. Y había un baile en la oscuridad y el vuelo de una espada. Y había miedo y asco en los ojos de aquéllos que me entregaban luego el pago ofrecido. ¿Errores? Por supuesto. Los tuve.
Pero seguía las reglas. No, no el código. Solía utilizar el código como excusa. A la gente le gusta. A aquéllos que tienen algún código y se rigen por él, se les respeta y se les estima. No hay tal código. Jamás se promulgó ningún código de los brujos. Yo me inventé el mío. Simplemente. Y me regía por él. Siempre...
No siempre.
Porque hubo momentos en que parecía que no había espacio para ninguna duda. En que habría que decirse a uno mismo: «Y qué me importa a mí todo esto, no es asunto mío, yo soy brujo». En que habría que haber escuchado a la voz de la razón. Escuchar al instinto o, si no, a lo que dicta la experiencia. O incluso y a menudo, el más corriente de los miedos. Tendría que haber escuchado la voz de la razón, entonces... No lo hice.
Pensé que escogía el mal menor. Escogí el mal menor. ¡Mal menor! Soy Geralt de Rivia. También llamado el Carnicero de Blaviken.
No, Iola. No toques mi mano. El contacto puede evocar en ti... Puedes ver... Y yo no quiero que lo veas. No quiero saber. Conozco mi destino, que gira a mi alrededor como un vórtice. ¿Mi destino? Me sigue paso a paso, pero yo nunca miro hacia atrás. ¿Un nudo? Sí, Nenneke lo percibe, dice. ¿Qué me impulsó entonces en Cintra? ¿Cómo pude arriesgarme tan estúpidamente?
No, no y mil veces no. Nunca miro hacia atrás. Y jamás volveré a Cintra, voy a evitar Cintra como si fuera la peste. No volveré jamás.
Ja, si no me equivoco al contar, el niño éste debe de haber nacido en mayo, hacia la fiesta de Belleteyn. Si esto sucedió en verdad así, tendríamos que vérnoslas con un interesante cúmulo de circunstancias. Porque Yennefer también nació en Belleteyn... Vámonos ya, Iola. Está anocheciendo.
Gracias por hablar conmigo.
Gracias, Iola.
No, no me pasa nada. Me siento bien.
Gracias, Iola.
No, no me pasa nada. Me siento bien.
Solo que me enamoré
y lo pagué...
Me siento...
Completamente bien.
Completamente bien.
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